Por razones que no vienen al caso, me está costando un poco escribir ahora mismo. Pero esto sí viene al caso de que adoro las cosas que funcionan a hostias.
En nuestro local hay una puerta de garaje que seguro tendrá sus años. Al abrir la cerradura siempre se queda un poco atrancada y entonces llega el momento más placentero del día: con una simple patada la puerta se abre y la satisfación que me queda al pensar en lo mucho que respeto las cosas que funcionan a hostias me llena el alma.
Así pues, Satán se fue de este mundo, además de sin probar no-sé-qué-marca-de-pipas, dejando en determinados objetos de la vida cotidiana entes suyos que se encargan de destrozarme la vida en sólo unos minutos.
Pero a él no le pongo cara. En cambio sí se la pongo a toda la gente que en los últimos siglos ha ido descubriendo cosas que, a priori mejoran nuestras vidas, pero que en la realidad real -la de ahí afuera-, nos la joden.
De este modo se hicieron ricos a costa de pequeños momentos de impotencia humana delincuentes que desarrollaron estas máquinas inmundas que son los ordenadores, desgraciados que creyeron una buena idea electrificar guitarras acústicas, chinos que creyeron avanzar al conseguir que los paraguas se plegaran y un sinfín de desalmados más que ahora andan por ahí aconsejándonos a todos lo que hacer en tiempos de crisis.
No nos dejemos llevar por la tecnología tactil y démonos de hostias de vez en cuando. Aunque sea con máquinas.